The Story of Cap and Trade

>> sábado, 19 de diciembre de 2009

Últimamente he estado más al pendiente del periódico, principalmente porque está saliendo una serie de pintores famosos. No soy realmente fan, nunca los leo completos y lo que a veces alcanzo a leer creo que me confunde más, pero esta vez algo ha atrapado mi atención: en los últimos días he visto muchas notas sobre el cambio climático (a propósito de Copenhage) y hoy me topé con este maravilloso video sobre las emisiones de CO2. Creo que a veces no nos damos cuenta de lo cerca que estamos de sufrir graves consecuencias con respecto al clima, nuestro cuerpo se adapta y sobrevivimos pero eso no significa que sea menos grave. Seguramente en unos años vamos a ver con más frecuencia desastres climáticos como el tsunami en Indonesia, terremotos devastadores como el de l'Aquila en Italia o sin irnos tan lejos inundaciones como la de Tabasco.

No estamos a salvo y si no empezamos a ser más cuidadosos con el planeta en el que vivimos vamos a terminar por hacernos (más) daño. Les dejo el video, está en inglés (no tiene subtítulos) pero es genial y la animación es encantadora (y aquí me vuelvo a dar cuenta que no hay que dibujar las cosas más perfectas para hacer llegar un mensaje elocuente!)

Hace tiempo había visto otro video de la misma autora, The story of stuff, que recomiendo ampliamente :)

The Story of Cap and Trade

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Felices cambios climáticos :)
K

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Y tú ¿alguna vez piensas en mi?

>> lunes, 7 de diciembre de 2009

Encontré este cuento por ahí archivado, lo escribí hace meses, no sé por qué no lo subí entonces, quizás no era el momento adecuado. Hoy lo encontré y me hizo sonreír, espero que a ustedes también.

Besos,
K


Fue la primera línea que Sebastián alcanzó a leer del pequeño papel que se deslizó de una novela que no leía hace años. No sentía que fuera el momento de releerla, sólo leer el título lo llenaba de melancolía, de recuerdos, de tristeza. Sin embargo esa tarde cayó en sus manos tratando de alcanzar un viejo cuaderno de notas.

Se agachó a recoger el libro y en esa caligrafía tan dulce encontró las palabras que lo transportarían en el tiempo. Ya no tenía miedo de recordar, pero conocía bien la sensación, una ligera opresión en el pecho, un nudo en la garganta. Esta vez lo controló y tranquilamente recogió el libro, lo colocó en el librero y se quedó con el pedazo de papel en la mano, lo metió en el bolsillo de la camisa y siguió buscando el cuaderno.

Pasaban los días y con Marcelo de viaje visitando a su papá Sebastián tenía tiempo de sobra para pensar y recordar. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, habían pasado más de 40 años y se dio cuenta que nunca la había podido olvidar. Sus pensamientos eran acompañados por el sonido de las gotas de suave lluvia golpeando la ventana, era casi melódico, y esto lo transportó a la última vez que se vieron.

Era una de esas tantas noches en las que caminaban a casa juntos, el cabello le chorreaba, ese cabello rizado y castaño que siempre le pareció tan lindo y del que nunca dijo una palabra. Caminaban bajo la lluvia, uno junto al otro sin decir una palabra, no las necesitaban. Él nunca creyó que la perdería, pero esta vez para ella era diferente, sabía que sería la última vez que lo vería en mucho tiempo. Ninguno de los dos creyeron que pasarían más de 40 años.

Volvían de una reunión, el cielo se caía a pedazos pero no les importó y siguieron caminando, de vez en cuando intercambiaban alguna mirada y una sonrisa pero nada más. Sebastián sabía que las cosas cambiarían, pero también estaba seguro que algunas cosas siempre permanecerían de alguna u otra forma, estaba convencido de ello, estaba cegado por esto y perdió de vista las señales más claras, dejó pasar el tiempo y se daría cuenta demasiado tarde. Finalmente llegaron al mismo lugar en donde se despedían siempre, se detuvieron como un reflejo automático, ahí cada uno tomaba caminos opuestos. Esta vez sería en un sentido literal.

Ella se dio la vuelta y se quitó el cabello mojado de la cara, lo miró a los ojos y sonrío.
–Llegamos.
–Sí.
La lluvia se calmó mientras ellos platicaban de cosas poco importantes, era difícil para ella sostener la mirada, no quería que la noche terminara jamás pero sabía que tenía que dejarlo ir. Se quedaron callados de nuevo y Sebastián tenía que irse, ella sintió un nudo en el estómago y de repente recordó que tenía algo para él. De su mochila sacó lo único que quedaba seco, su libro favorito, el que había leído una y mil veces. Él lo reconoció de inmediato y pensó que iba a leerle algún pasaje como lo hacía de vez en cuando, pero esta vez le puso el libro en las manos y lo dejó ahí, no hizo ningún intento por arrebatárselo para buscar algo que según ella él tenía que escuchar, no hizo referencia a ningún personaje, no dijo nada.
Él conocía bien el libro, sabía que estaba lleno de notas, de garabatos, ese libro la había acompañado durante años difíciles ¿y ahora se lo regalaba?
–Yo ya no lo necesito, quizás tu tampoco, pero es para ti.
–G...gracias, creo.
–De nada –Y le sonrió. –Guárdalo que se va a mojar.
Después de eso se despidieron como siempre, lo besó en la mejilla y le tomó la mano. Unos segundos después se separaron y cada uno tomó el camino a casa. No se volvieron a ver.

Cuando Sebastián llegó a casa recordó el libro y lo sacó de la mochila, lo abrió, lo hojeó y reconoció casi cada página con las apretadas notas en la misma caligrafía redonda y suavemente ligada. Sonrió al leer algunos de los apuntes que reflejaban a esa mujer que siempre vio como una niña, inocente, un poco ingenua. Un par de días después encontró a la mitad del libro, al inicio del capítulo favorito de Sara, un trocito de papel que decía: Y tú ¿alguna vez piensas en mi? Entonces lo entendió, recordó las interminables pláticas, recordó cómo se sentía al estar con ella, se dio cuenta de lo mucho que la quería y nunca se lo dijo. Él estaba seguro que ella lo sabía y nunca pensó en tener que decírselo, y quiso ir a abrazarla, a decirle lo mucho que le importaba.

Corrió a su casa, tocó la puerta y se encontró con que Sara había volado ese mismo día a esa ciudad de la que tanto hablaba, a la que siempre quiso ir y nunca había tenido el suficiente valor para hacerlo. Se fue sin decirle una palabra y eso le dolió, se sintió abandonado, pero en el fondo sabía por qué lo había hecho así. Su orgullo no le permitió ir a buscarla, aunque lo deseaba, siguió su vida tratando de no pensar mucho en ella, pero muchas veces a través de los años regresó a ese libro que tanto le gustaba a ella, a esas notas que siempre lo hacían sonreír y guardó el recuerdo, lo mantuvo muy cerca de su corazón. Pasaron los años y se cubrió de polvo, se olvidó de ella, hasta ese día que, buscando un cuaderno de notas, se encontró con esas líneas que le dejaron un sabor de melancolía pero también de dulzura.

Afuera seguía lloviendo, y aún así Sebastián decidió salir a tomar un café. Se sentó y ordenó lo mismo de siempre, en la mesa de al lado estaba una mujer, de cabellos rizados y apenas castaños, –el plateado de las canas predominaba–, mirada dulce y movimientos gráciles. Escribía con una pluma fuente que reconoció, y sobre la mesa el mismo libro, ese libro que hacía años le puso en las manos, gastado, y seguramente repleto de la misma caligrafía. Se acercó y se miraron a los ojos, se reconocieron de inmediato, se sentó y se tomaron la mano. No dijeron nada por algunos minutos, sonrieron y comenzaron a hablar como antes, como si hubieran pasado 40 minutos sin verse, no 40 años.

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Lluvia

>> lunes, 27 de julio de 2009

Este cuento surgió a partir del ejercicio propuesto por un producto diseñado por unos amigos como proyecto de tesis. La idea es tomar diferentes palabras/conceptos/géneros/entre otras cosas que ya no recuerdo (¡perdón!) y construir una historia. Para este ejercicio tuvimos más o menos dos horas y algunos días para editarlo (era muy incoherente, creo que no escribo bien bajo presión XD). Y pues ya, el resultado no me encantó pero para aprender a escribir hay que escribir, no hay de otra. Les dejo esto, ojalá tengan un momento para leerlo y dejarme algún comentario.

Hasta pronto,
Kirisse



Era una mañana lluviosa, extraño en esta época del año en la que jamás llueve, pensé que era obra de esas gigantescas máquinas que habían decidido usar para simular la lluvia. En este pueblo sucedían cosas así todo el tiempo, ante cualquier situación creaban máquinas colosales que simulaban cualquier cosa imaginable, controlaban todo, pensaban en todo, pero no me daría cuenta de eso hasta demasiado tarde.

La gente que podía ver por la ventana parecía tranquila, no les parecía nada raro que lloviera así, incluso parecían agradecidos por ello. Todos se veían tranquilos excepto yo, sentía algo raro en esa lluvia, algo no andaba bien.

Comencé el día igual que todos, preparé café en la vieja cafetera que tanto me gusta, me asomé por la ventana y vi las hojas de los árboles lamentándose por la lluvia. El olor del café me regresó a la realidad, me serví una taza y me senté junto a la ventana, le di un sorbo y lo escupí de inmediato, giré la vista hacia mi bebida y me encontré con un bello y humeante café que sabía a vinagre. Tiré la jarra completa de café y puse una nueva carga, teniendo especial cuidado en ver lo que hacía. Esperé ansioso por disfrutar lo único que me daba breves momentos de felicidad en el día, me serví una humeante taza de nuevo y ¡puaj! el mismo horrible sabor. Desanimado desistí, bebí un vaso con agua y me alisté para salir a trabajar.

Salí de casa armado con paraguas y gabardina, la lluvia no parecía querer ceder pronto. Cerré la puerta y me encaminé hacia la oficina por las resbalosas y desoladas calles. La poca gente que encontraba se veía tranquila, ensimismada, apenas notaban mi presencia, la lluvia iba tiñendo todo de melancolía y deslavaba los colores.

Nada me quitó el mal sabor del café de esa mañana, tomé un bocadillo cerca de la oficina y me supo a vacío. Regresé a casa sintiéndome más cansado de lo normal, dejé la gabardina goteando en el perchero y el paraguas en la entrada, cuando me acerqué a dejar la llave en el lugar de siempre me llamó la atención el color de las flores que recién había comprado, juraría que había comprado lirios rosas y no blancos, tal como los que le gustan, no le di mucha importancia y me dirigí al sillón a leer. Tomé el libro que había empezado una noche antes y me topé con un par de páginas en blanco, les di la vuelta y continué con la lectura pero un poco más adelante las páginas se borraron ante mis ojos, cerré el libro y me acerqué a la ventana; la lluvia no cesaba, seguía siendo pacífica pero implacable, empecé a pensar en todas las cuentas pendientes por pagar, los problemas de la oficina, lo complicado que era mantenerme al día con los gastos; trabajaba tantas horas y la paga seguía siendo miserable. Sentí un nudo en la garganta cuando recordé lo que había perdido por vivir esto que creí me haría tan feliz, pensé que con el tiempo lograría descubrir y entender cómo había sucedido todo, por qué me habían arrebatado todo.

El sonido de la lluvia golpeando la ventana me estaba enloqueciendo, ese sonido que alguna vez me pareció tan dulce porque la hacía sonreír ahora era insoportable, la traía a mi memoria aunque quisiera sacarla a fuerza de preocupaciones banales. Me levanté furioso del sillón y me di cuenta que había pasado toda la tarde divagando sin darme cuenta que ya hacía varias horas que había caído la noche. Sin pensar más me fui a dormir.

Cuando quise apagar la vela mi mano se encontró con algo suave y peludo, era un pequeño ratón que me observaba con ojos vivos y simpáticos. No se asustó ni yo me asusté, más bien nos quedamos quietos examinándonos. Me pareció tan real, tan vivo. En este pueblo estaba todo tan bien estructurado y pensado que tenían los ratones contados, entrenados y mecanizados para que hubiera plagas cuando estaba programado. Pero esta no era temporada de ratones.

El ratón seguía ahí, se limpiaba las orejas de vez en cuando pero no me perdía de vista. Algo en su mirada me indicó que debía seguirlo, tomé la vela y caminé escalera abajo detrás de la pequeña sombra. Cuando llegué a la sala levanté la vela y me di cuenta que todo estaba velado por un gris pálido, me apresuré a mirar por la ventana, ya había amanecido y me di cuenta que el color se había deslavado de todo, parecía que la lluvia se había llevado todo con ella, se llevó el rojo intenso de las flores, el verde vibrante de las hojas de los árboles, hasta el color de las aves que todas las mañanas cantaban en la ventana.

Un chillido del ratón me hizo voltear a ver a las personas que caminaban por la calle, se veían igual de deslavadas, grises, melancólicas, pero aún así no parecían darse cuenta, seguían tan ensimismados como el día anterior. Apreté los ojos con fuerza y los volví a abrir sólo para darme cuenta que lo que veía era real, no estaba soñando. Salí rápidamente a la calle echándome encima la gabardina y pregunté a los vecinos si no notaban nada raro, si se sentían bien, si no notaban la falta de color, apenas un par me voltearon a ver y se excusaron diciendo que estaban muy ocupados y no podían ayudarme. Sentía que la ciudad me asfixiaba, estaba seguro que algo andaba mal, pero por qué era yo el único que se daba cuenta.

Regresé rápidamente a mi casa, abrí la puerta y entré tropezando y empapado. Me tumbé como pude en el sillón y entonces la vi, con su enorme sonrisa y su ramo de lirios rosas en la mano. Finalmente lo entendí, sentí que el ratón me observaba y casi puedo jurar que asintió. Corrí a llenar una maleta de lo que pude, casi como un sobreentendido porque no tenía idea si necesitaría nada de lo que me estaba llevando. Tomé mis cosas y me fui sin decir nada, me subí al primer tren y esperé. Caminé por la misma calle arbolada que había dejado hace años y a lo lejos la vi en el jardín, con sus cabellos largos en cuclillas jugando con sus muñecas, tenía ese vestido azul con pequeñas flores que le había regalado hace tiempo, ahora le quedaba más corto. Alzó la vista y sonrió, corrió a abrazarme y me dijo: ¡Pero cuánto tardaste!




Después de haber investigado el caso de aquella familia lo amenazaron durante meses, lo persiguieron y le arrebataron lo único que le daba verdadera felicidad. Se exilió, preocupado por el poco dinero que podía ganar para sobrevivir, decidió olvidarse de todo y de todos, se cambió el nombre y se mezclaba entre la gente tratando de no llamar la atención. Finalmente lo encontraron un día lluvioso y lo torturaron, no reveló nada, se dejó llevar por un sueño y cayó en un coma profundo, un sueño que por fin lo liberó.

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Azucena

>> domingo, 26 de julio de 2009

Uyy... hace décadas que no actualizo esto.
Hoy me topé con un ejercicio interesante y decidí escribir algo muy cortito a partir de él, lo tomé de la página del escritor Alberto Chimal (www.lashistorias.com.mx), si quieren darse una vuelta por ahí tiene cosas buenísimas y muy divertidas.

Por ahora les dejo este ejercicio breve sólo como para desentelarañar el pobre blog al que espero poder poner más atención en algunas semanas.





Un ejercicio de creatividad por medio del azar. Se necesita un diccionario. Las instrucciones:
1. Anote las iniciales las iniciales de su(s) nombre(s) y apellidos y el número de letras que tenga cada uno. (Ejemplo: una persona llamada Ana tendría que anotar la letra A y el número 3.)


2. Para cada letra, busque la última palabra que le corresponda en el diccionario. Luego retroceda tantas palabras como letras tenga su nombre o apellido. (Ejemplo: si Ana usara el Diccionario Anaya de la Lengua de 1979 tendría que llegar primero a la palabra azuzar, última de las de la letra A, y retroceder tres palabras para llegar a azúmbar).


3. Las palabras resultantes de esta búsqueda deben aparecer en una historia breve. La primera (la correspondiente al primer nombre) debe ser la primera de la historia; la última debe ser la que corresponda al segundo apellido, y las restantes pueden quedar en cualquier parte del texto. (Ejemplo: si Ana siguiera usando el mismo diccionario y se apellidara Álvarez Armas, las palabras resultantes serían azúmbar, azul y azulejo y su historia tendría que empezar con un azúmbar, ni modo, y terminar con un azulejo.)

Queda abierta la sección de comentarios para quien desee jugar.

Las palabras que me tocaron:
azucena -azucena - cutáneo -butanero

Azucena, una sola sobre la mesa, olvidada del ramo que se acababa de llevar la joven. Por la ventana se colaba un rayo de luz que apenas la tocaba, podía contemplar las motas de polvo que danzaban burlonas y le susurraban que ellas podían ir y venir mientras que la azucena permanecía ahí postrada en la mesa.

La flor cada vez más triste trataba de alcanzar un poco de luz, trataba de bañarse con la dulce tibieza del sol pero no conseguía moverse. Como un lamento, su inconfundible perfume empezó a expandirse por toda la habitación, llenó los más profundos rincones, atrajo a toda clase de insectos curiosos que, engañados, creían que se encontrarían con un enorme jardín poblado de azucenas.

La joven volvió, se miró al espejo y contempló su horrible problema cutáneo que la hacía sentir la más fea sobre la tierra, percibió el dulce olor de la azucena y recordó aquel muchacho del que siempre había estado enamorada. Tomó la flor, se la acomodó en el cabello, sonrió al ver los pétalos de la azucena tan vivaces y salió a buscar a su butanero.

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Sin título (de nuevo XD)

>> lunes, 29 de diciembre de 2008


Hoy me sorprendió el insomnio. Más bien eran Marcelo y Sebastián que me susurraban esta historia al oído y no podían esperar hasta mañana.

Es espontánea, pero me gustó el resultado. Estos dos personajes han ido creciendo conmigo, o yo he ido creciendo con ellos. No lo sé.

Les dejo esto.

Kirisse


¿Ternura? Um... hacía años que no sentía nada parecido. El corazón de Sebastián apenas se estaba dando la oportunidad de sentir de nuevo. Emociones que casi no recordaba volvían a entibiarle el pecho.

Hacía años que no reconocía la ternura en los ojos de alguien, se asombraría aún más cuando la descubrió en sí mismo. Cuando logró quitar un bloque más de esa inmensa en infranqueable barrera que había construido en torno a él para evitar que lo destrozaran de nuevo.

Ternura que descubrió en las manos de un niño que apenas conocía.




Habían pasado algunos días desde su último encuentro con Marcelo, justo después de maravillarse con la tierra de unas macetas. Sebastián de repente se vio inmerso en su rutina habitual hasta que un día sentado en su desgastado diván sintió algo que lo inquietaba, algo que no le permitía concentrarse en su lectura. Algo le faltaba.

De repente se descubrió a sí mismo pensando en Marcelo y sonrió. Lo extrañaba. Hacía días que el niño no tocaba la puerta para sorprenderlo con alguno de sus descubrimientos. Se preguntó qué estaría haciendo, por qué no habrá venido.

Decidió tomar un paseo. Descolgó su gabardina, tomó el libro en turno (esta vez era Sandokán y sus temibles aventuras en alta mar), se echó una manzana en la bolsa y salió a la calle.

Convencido de que encontraría al muchachito en el parque se dirigió hacia allá. Él no lo sabía pero estaba realmente emocionado por la posibilidad de encontrar a Marcelo, sin embargo no fue así. Le dio un par de vueltas al parque y no lo vio. Se sentó en una banquita, se comió la manzana y el niño no aparecía. Decidió dejar que Salgari le contara más acerca de Sandokán y de cuando en cuando echaba un vistazo por encima de las amarillentas páginas esperando ver aparecer a su nuevo amigo.

Pasaron un par de horas, empezaba a caer el sol y decidió regresar a su casa. Estaba decepcionado, casi molesto, pero conforme se acercaba a su casa pensaba que había algo raro en no haber encontrado a Marcelo en el parque esa tarde. Se sentía incómodo, tenía una ligera sensación de opresión en el pecho, aunque la ignoró y se fue a dormir.




Ciertamente algo andaba mal, justo ese día Marcelo recibiría una noticia que cambiaría todo. Esa mañana le habían avisado a su papá que tenía que hacerse cargo de asuntos importantes para el lugar en donde trabajaba, pero que tendría que ser forzosamente en una ciudad lejanísima, del otro lado del país. Los papás de Marcelo no le dedicaban mucho tiempo, ambos trabajaban todo el día y apenas los veía unas horas por la noche y algunos fines de semana. Pero ahora, con su papá tan lejos sintió que algo se desbalanceaba. Lo tomó con mucha calma, no hizo berrinches, ni gritó, apenas y dejó escapar algunas lágrimas cuando su papá lo tomó por los hombros y le prometió que se mantendrían en contacto, que le escribiría y lo hizo prometer que le mandaría correos contándole todo lo que sucediera en la escuela, en el parque y en la casa. Pero el niño estaba destrozado por dentro, no entendía por qué tenían que mandarlo tan lejos, a un lugar tan desconocido. Por qué le tenían que arrebatar a su papá, ese hombre que quería tanto, que veía tan poco.

Esa tarde se encerró en su cuarto, se tumbó boca arriba en la cama y mirando el techo trataba de comprender lo que pasaba mientras las lágrimas corrían por sus mejillas a pesar de que él luchaba porque se detuvieran.

Su padre se marchaba la mañana siguiente. Apenas dio tiempo para prepararlo todo.

Su mamá estaba nerviosa, ahora quedaba ella a cargo del pequeño Marcelo, de la casa y de todo. Su marido siempre había sido el pilar.

La mañana llegó rápido, Marcelo bajó despacio las escaleras, tomó un pan tostado de la mesa, le untó la mantequilla como si con eso las manecillas del reloj se pudieran detener. Se sobresaltó cuando escuchó un grito de su mamá que lo obligaba a ponerse la chamarra y subirse al coche.

Obedeció no sin antes dar un largo suspiro. Subió al coche y llevaron a su papá al aeropuerto.

Fue una despedida breve, se volverían a ver pronto. Esa fue la promesa de su padre.

El avión despegó, Marcelo y su mamá volvían a casa sumidos en un silencio sepulcral. Ambos sentían un peso en el alma. Siguieron callados.

Su madre se echó a llorar en la cocina, pensando que Marcelo no se daría cuenta. Pero él, tumbado boca abajo en la cama la escuchó. No sabía qué hacer. Pasaron las horas y se quedó dormido.




Sebastián volvió a visitar el parque con el mismo resultado del día anterior. Le parecía extraño no ver al niño por ahí con su eterna curiosidad y su imborrable sonrisa. Sentía como la angustia le consumía el pecho cuando pensaba que podría estar enfermo o que le hubiera pasado algo malo, pero de inmediato se desprendía de esa sensación de vulnerabilidad y pensaba que seguramente lo habrían castigado por haber hecho algo malo.

Pasaron los días, y sentía un cosquilleo en las manos que le invitaba a tomar su gabardina y dirigirse hacia la casa de Marcelo. Pero ese inmenso muro que había construido durante toda su vida le impedía hacerlo, trataba de convencerse que no extrañaba al pequeño, que le fastidiaban sus preguntas, que le chocaba ver cómo se subía a sus muebles y que detestaba la idea de que pusiera sus manos sobre sus libros, aunque en realidad mientras más lo pensaba más le gustaba la idea de que conociera la biblioteca.




Marcelo se recuperaba poco a poco, su mamá también. Trataban de ajustarse al nuevo ritmo a pesar de que no estaban acostumbrados a convivir ellos dos solos. Su mamá siempre estuvo más bien apartada de las labores maternas, siempre ocupada en el trabajo. A veces Marcelo creía que no lo quería, pero era sencillamente que su mamá no sabía cómo acercarse a él. Le atemorizaba esa criaturita tan sensible.

Esa tarde Marcelo decidió salir al parque, su mamá estaba en la oficina y le pareció que era un buen momento para reencontrarse con el exterior.

No quería jugar, ni siquiera se acercó a los hormigueros, ni levantó ninguna piedra para sorprender a los escarabajos. Sencillamente se sentó en una banca, subió las piernas, las cruzó y se apoyó en las palmas de las manos a observar.

Escuchaba como crujían las hojas de los árboles, como el viento las rozaba y las hacía silbar. De vez en cuando un pájaro que salía espantado de entre las ramas. Estaba ensimismado con estos sonidos y ni siquiera se percató de que las hojas secas que estaban regadas por el camino le anunciaban la llegada de alguien.

Sintió como las tablitas de la banca crujieron un poco cuando recibieron el peso de su nuevo amigo. Sebastián se sentó y no dijo nada. Marcelo se sobresaltó un poco y sintió el peso de la mirada del hombre. No dijeron nada, no era un silencio incómodo, al contrario. El tiempo pasaba y los dos sencillamente sentían el tiempo pasar, ahora acompañados. Ambos sintieron un alivio, uno por comprobar que su amiguito estaba bien, el otro porque finalmente sintió la compañía de alguien. Era una energía poderosa la que se generaba entre ambos.

–Mi papá se fue lejos. –Dijo Marcelo con un hilito de voz.

–¿Qué dices? –Preguntó el hombre.

–Por su trabajo, lo mandaron lejos. A una tierra desconocida donde seguramente no hay nada. –Dijo el niño en un tono de reproche.

–Seguro tenía que hacerlo. Siempre hay cosas que uno debe hacer y tenemos que aceptar que la vida es así, muchacho.

–Sí. Ya veo. –Dijo el niño con voz apagada. Después de eso se quedarían un largo rato en silencio. Sebastián pudo ver de reojo y casi sin querer como dos brillos se deslizaban por las mejillas de Marcelo. Sintió un nudo en el estómago, pero no dijo nada, no pudo mover un dedo. Se quedó inmóvil junto al niño.

Vio la tristeza en él, la reconoció porque él estaba inundado de ella. Vio la impotencia en la mirada del niño. Esos ojos grandes tan llenos de ternura estaban velados por una espesa capa de lágrimas esa tarde.

Le puso una mano en el hombro –Estarás bien, las tierras lejanas no son malas. Tu papá se fue en un avión hacia la aventura. Seguro verá cosas nuevas, escuchará otros sonidos y te los podrá contar todos. Hasta podría escribirse un libro sobre eso, estoy seguro. –La voz de Sebastián sonaba segura, casi podría decirse que emocionada.

Por el rostro de Marcelo pasó un destello de emoción, le encantaba la idea de la aventura, de descubrir cosas nuevas y que su papá fuera el protagonista lo hacía más emocionante. Se pasó las manos por las mejillas húmedas y se volteó hacia Sebastián

–¡Yo también quiero tener aventuras! Quiero conocer sobre otros lugares.

–¿Has oído hablar de Marco Polo?

–No. ¿Quién es?

–Difícil de explicar a esta hora de la tarde. Te lo presentaré después. Vive en mi casa, en un rincón entre piratas y detectives.

El rostro de Marcelo se iluminó. El corazón de Sebastián dio un salto, finalmente lograría presentarle sus queridos libros, finalmente abriría la puerta de la muralla infranqueable. Y lo haría de par en par.




Estaba oscureciendo, Sebastián se levantó y le extendió la mano a Marcelo.

–Te acompaño a tu casa. Es tarde.

El niño no dijo nada, tomó la mano de Sebastián y caminaron juntos hasta el edificio en silencio. Se puede decir más con un par de manos entrelazadas que con todas las palabras del mundo.

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La arena

>> sábado, 28 de junio de 2008

–Sebastián, ¿tú conoces el mar? –le preguntó Marcelo casi con un hilo de voz
–¿Que si conozco qué?, tienes que hablar con más claridad, niño –dijo seriamente.
–El mar, la playa… tu sabes.
–Ahh eso, sí, claro he ido un par de veces. Mucho calor, gente semivestida, precios altísimos, multitudes por donde sea. Uno rara vez encuentra donde comer, donde sentarse…
–Ah…¿así de malo es? Yo pensaba que era hermoso, la brisa salada rozándote el rostro, la arena cosquilleándote en los pies, el agua azul e inmensa.
–Claro, claro, pero debes pagar un precio altísimo por eso, reservaciones, autobús o avión, alojamiento, comida, ropa... ¡infinidad de cosas! Es un fastidio porque, verás, además hay que...
–Pero si el mar y la arena no te cobran nada, el sol no te pide nada por mirarlo ocultarse tras el horizonte, la brisa no te pregunta si quiere chocar contra tus mejillas, simplemente lo hace…
–Pero qué no recuerdas cuando fuiste con tus papás al mar, el fastidio que era buscar dónde quedarse, las albercas llenas, la comida mala, los lugares siempre caros.
–Ehh... no, no lo recuerdo porque nunca he visto el mar en mi vida.
–Entonces cómo me has podido describir todo lo anterior, muchacho.
–Porque no debe ser muy diferente a cuando la brisa te acaricia el rostro después de una tarde lluviosa, la arena se debe sentir mejor que la tierra de los parques o de las macetas, el sol debe ser mucho más hermoso allá en donde no hay cientos de edificios que lo bloquean y nubes grises de contaminación que lo velan. El viento y el sol son los mismos aquí y allá, sólo imaginaba que si allá no hay edificios y tantas cosas como las que hay aquí la sensación debe ser mejor.
–Umm.. claro, pero hay diferencias, además las playas ahora están muy sucias ¿qué no ves las noticias?¿no lees los periódicos? están acabando con todo, las grandes empresas se apoderan de las partes buenas, cada día los precios suben y suben sólo para que los extranjeros puedan pagarlo, además…
–Shh. Toca. –Marcelo tomó la arrugada y fuerte mano de Sebastián y lo jaló hacia abajo hasta la tierra húmeda del parque. –¿Sientes?
–¡Qué haces niño! es sólo tierra, sucia, llena de gérmenes y de quién sabe cuánta cosa más.
–No, no. Siente, ¿sientes los granitos fríos?, mira como se van entre tus dedos y entre los surcos. Ahora siente el agua, mira cómo se va secando lentamente. Ahora toma un puño más grande, frótalo contra tu otra mano ¿sientes? Se siente frío pero hace cosquillas.

Pasaron horas y los dos estuvieron junto a la tierra húmeda, luego fueron hacia donde estaba el arenero de los niños y sintieron con las manos y luego con los pies la textura de la arena, Marcelo guiaba a Sebastián poco a poco por un sendero de sensaciones maravillosas. Sebastián, renuente al principio, se maravillaba poco a poco de la sabiduría de su joven nuevo amigo; sin demostrarlo iba creciendo en él un enorme afecto por el niño, ese día se había abierto un hueco en el enorme muro de su corazón por donde comenzaba a pasar un hilito de luz imperceptible.

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Memorias de un perro viejo

>> martes, 17 de junio de 2008

Abrí los ojos lentamente, mi cuerpo pesaba, sentía algo de humedad en el ambiente; supongo que cayó esa cosa mojada del cielo. Ahh, una mosca... umm espero que no quiera posarse en mi hoci...ahh, allá va. Tendré que moverme, mis patas pesan, lo haré lentamente.

Bien, ya estoy de pie. Agua, esa es una buena idea para comenzar. Bebí y bebí... alguien me gritó cosas desde el otro lado de las paredes. Esos humanos que me dan de comer y me miman de vez en cuando. Pero hay una a la que veo tan poco, es la que más me mima.

Mis patas son débiles, debo caminar un poco para no caerme aquí. Uhm, la brisa es suave, el sol se siente tibio y le ayuda a mis viejas patas.

Mis patas no dan más, tomaré una siesta en este lugar en donde el sol se siente bien, las aves revolotean buscando comida, qué bueno que vivo con estos buenos humanos.

Siento las patas calientes, debo moverme de aquí. Escucho unos pasos que vienen hacia acá ¿será que me traen comida? ¡Sí, desayuno!. Comí rápidamente lo que me dejó una humana, ella siempre anda por aquí, todo el día corre por doquier. Qué diferentes son los humanos a mi, tanto ajetreo, tanta actividad. Bueno, ya no soy un cachorro. Mis párpados se cierran, es inútil mantenerme erguido. Sólo apoyaré la cabeza en mis patas un momento para descansar. Frente a mi nariz pasa una hormiguita cargando una hoja del doble de su tamaño, y le sigue otra... y otra... y otra...

Me despertó un sonido que taladraba mis oídos, nadie lo hacía callar... creo que suele sonar a menudo. Iré a ver de dónde viene. Ahh, es ese aparato otra vez, los humanos me parecen muy extraños, cuando suena ese aparatito van corriendo a levantarlo y empiezan a ladrarle, luego lo vuelven a poner donde estaba y se van. A veces más contentos, a veces no.

¡Me dejaron entrar a la casa! Aquí el suelo está fresco y mis patas no duelen tanto, aunque siento que mis uñas no agarran bien, me resbalo un poco. Iré a acomodarme por ahí en donde pueda estar al tanto de todo; esta puerta es perfecta, la madera se siente bien y puedo verlos a todos sin que me pisen o me griten. Estaré muy alerta, levantaré mis orejas ante el más mínimo indicio de sonido. ¡Ah! El humano simpático, mi cola se mueve rápidamente y me dan ganas de levantarme y correr a su alrededor; pero tendrá que conformarse con mi pata. Parece que le gusta, me hizo sonidos con las patas que agita en el aire e hizo otros sonidos con el hocico. Ah, se sentó a contemplar esa cosa donde pasan imágenes luminosas y hace tanto, tanto ruido. Umm, me echaré de lado y esperaré a que termine.

Escucho alguien que frota el piso, fuertemente, con unas ramitas o algo parecido ¿qué estará haciendo? Es un sonido muy curioso ¡Ah! Ahora lo hace contra la cosa esa de metal que está entre la casa y el mundo exterior. Allá en donde hay tantos otros como yo, tantos olores, tantos sonidos. Pero ahora mis patas no me pueden llevar, me conformaré con mirar de vez en cuando, pero casi nunca sucede.

Escucho un ladrido humano, se parece al sonido que hacen cuando quieren darme algo, escucho tintineos en mi plato ¡debe ser hora de comer! Deliciosa comida, ahora es más variada y me siento más fuerte. Di un pequeño paseo entre la hierba, estoy cansado. Buscaré un lugar fresco y volveré a dormir.

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