Sin título (de nuevo XD)

>> lunes, 29 de diciembre de 2008


Hoy me sorprendió el insomnio. Más bien eran Marcelo y Sebastián que me susurraban esta historia al oído y no podían esperar hasta mañana.

Es espontánea, pero me gustó el resultado. Estos dos personajes han ido creciendo conmigo, o yo he ido creciendo con ellos. No lo sé.

Les dejo esto.

Kirisse


¿Ternura? Um... hacía años que no sentía nada parecido. El corazón de Sebastián apenas se estaba dando la oportunidad de sentir de nuevo. Emociones que casi no recordaba volvían a entibiarle el pecho.

Hacía años que no reconocía la ternura en los ojos de alguien, se asombraría aún más cuando la descubrió en sí mismo. Cuando logró quitar un bloque más de esa inmensa en infranqueable barrera que había construido en torno a él para evitar que lo destrozaran de nuevo.

Ternura que descubrió en las manos de un niño que apenas conocía.




Habían pasado algunos días desde su último encuentro con Marcelo, justo después de maravillarse con la tierra de unas macetas. Sebastián de repente se vio inmerso en su rutina habitual hasta que un día sentado en su desgastado diván sintió algo que lo inquietaba, algo que no le permitía concentrarse en su lectura. Algo le faltaba.

De repente se descubrió a sí mismo pensando en Marcelo y sonrió. Lo extrañaba. Hacía días que el niño no tocaba la puerta para sorprenderlo con alguno de sus descubrimientos. Se preguntó qué estaría haciendo, por qué no habrá venido.

Decidió tomar un paseo. Descolgó su gabardina, tomó el libro en turno (esta vez era Sandokán y sus temibles aventuras en alta mar), se echó una manzana en la bolsa y salió a la calle.

Convencido de que encontraría al muchachito en el parque se dirigió hacia allá. Él no lo sabía pero estaba realmente emocionado por la posibilidad de encontrar a Marcelo, sin embargo no fue así. Le dio un par de vueltas al parque y no lo vio. Se sentó en una banquita, se comió la manzana y el niño no aparecía. Decidió dejar que Salgari le contara más acerca de Sandokán y de cuando en cuando echaba un vistazo por encima de las amarillentas páginas esperando ver aparecer a su nuevo amigo.

Pasaron un par de horas, empezaba a caer el sol y decidió regresar a su casa. Estaba decepcionado, casi molesto, pero conforme se acercaba a su casa pensaba que había algo raro en no haber encontrado a Marcelo en el parque esa tarde. Se sentía incómodo, tenía una ligera sensación de opresión en el pecho, aunque la ignoró y se fue a dormir.




Ciertamente algo andaba mal, justo ese día Marcelo recibiría una noticia que cambiaría todo. Esa mañana le habían avisado a su papá que tenía que hacerse cargo de asuntos importantes para el lugar en donde trabajaba, pero que tendría que ser forzosamente en una ciudad lejanísima, del otro lado del país. Los papás de Marcelo no le dedicaban mucho tiempo, ambos trabajaban todo el día y apenas los veía unas horas por la noche y algunos fines de semana. Pero ahora, con su papá tan lejos sintió que algo se desbalanceaba. Lo tomó con mucha calma, no hizo berrinches, ni gritó, apenas y dejó escapar algunas lágrimas cuando su papá lo tomó por los hombros y le prometió que se mantendrían en contacto, que le escribiría y lo hizo prometer que le mandaría correos contándole todo lo que sucediera en la escuela, en el parque y en la casa. Pero el niño estaba destrozado por dentro, no entendía por qué tenían que mandarlo tan lejos, a un lugar tan desconocido. Por qué le tenían que arrebatar a su papá, ese hombre que quería tanto, que veía tan poco.

Esa tarde se encerró en su cuarto, se tumbó boca arriba en la cama y mirando el techo trataba de comprender lo que pasaba mientras las lágrimas corrían por sus mejillas a pesar de que él luchaba porque se detuvieran.

Su padre se marchaba la mañana siguiente. Apenas dio tiempo para prepararlo todo.

Su mamá estaba nerviosa, ahora quedaba ella a cargo del pequeño Marcelo, de la casa y de todo. Su marido siempre había sido el pilar.

La mañana llegó rápido, Marcelo bajó despacio las escaleras, tomó un pan tostado de la mesa, le untó la mantequilla como si con eso las manecillas del reloj se pudieran detener. Se sobresaltó cuando escuchó un grito de su mamá que lo obligaba a ponerse la chamarra y subirse al coche.

Obedeció no sin antes dar un largo suspiro. Subió al coche y llevaron a su papá al aeropuerto.

Fue una despedida breve, se volverían a ver pronto. Esa fue la promesa de su padre.

El avión despegó, Marcelo y su mamá volvían a casa sumidos en un silencio sepulcral. Ambos sentían un peso en el alma. Siguieron callados.

Su madre se echó a llorar en la cocina, pensando que Marcelo no se daría cuenta. Pero él, tumbado boca abajo en la cama la escuchó. No sabía qué hacer. Pasaron las horas y se quedó dormido.




Sebastián volvió a visitar el parque con el mismo resultado del día anterior. Le parecía extraño no ver al niño por ahí con su eterna curiosidad y su imborrable sonrisa. Sentía como la angustia le consumía el pecho cuando pensaba que podría estar enfermo o que le hubiera pasado algo malo, pero de inmediato se desprendía de esa sensación de vulnerabilidad y pensaba que seguramente lo habrían castigado por haber hecho algo malo.

Pasaron los días, y sentía un cosquilleo en las manos que le invitaba a tomar su gabardina y dirigirse hacia la casa de Marcelo. Pero ese inmenso muro que había construido durante toda su vida le impedía hacerlo, trataba de convencerse que no extrañaba al pequeño, que le fastidiaban sus preguntas, que le chocaba ver cómo se subía a sus muebles y que detestaba la idea de que pusiera sus manos sobre sus libros, aunque en realidad mientras más lo pensaba más le gustaba la idea de que conociera la biblioteca.




Marcelo se recuperaba poco a poco, su mamá también. Trataban de ajustarse al nuevo ritmo a pesar de que no estaban acostumbrados a convivir ellos dos solos. Su mamá siempre estuvo más bien apartada de las labores maternas, siempre ocupada en el trabajo. A veces Marcelo creía que no lo quería, pero era sencillamente que su mamá no sabía cómo acercarse a él. Le atemorizaba esa criaturita tan sensible.

Esa tarde Marcelo decidió salir al parque, su mamá estaba en la oficina y le pareció que era un buen momento para reencontrarse con el exterior.

No quería jugar, ni siquiera se acercó a los hormigueros, ni levantó ninguna piedra para sorprender a los escarabajos. Sencillamente se sentó en una banca, subió las piernas, las cruzó y se apoyó en las palmas de las manos a observar.

Escuchaba como crujían las hojas de los árboles, como el viento las rozaba y las hacía silbar. De vez en cuando un pájaro que salía espantado de entre las ramas. Estaba ensimismado con estos sonidos y ni siquiera se percató de que las hojas secas que estaban regadas por el camino le anunciaban la llegada de alguien.

Sintió como las tablitas de la banca crujieron un poco cuando recibieron el peso de su nuevo amigo. Sebastián se sentó y no dijo nada. Marcelo se sobresaltó un poco y sintió el peso de la mirada del hombre. No dijeron nada, no era un silencio incómodo, al contrario. El tiempo pasaba y los dos sencillamente sentían el tiempo pasar, ahora acompañados. Ambos sintieron un alivio, uno por comprobar que su amiguito estaba bien, el otro porque finalmente sintió la compañía de alguien. Era una energía poderosa la que se generaba entre ambos.

–Mi papá se fue lejos. –Dijo Marcelo con un hilito de voz.

–¿Qué dices? –Preguntó el hombre.

–Por su trabajo, lo mandaron lejos. A una tierra desconocida donde seguramente no hay nada. –Dijo el niño en un tono de reproche.

–Seguro tenía que hacerlo. Siempre hay cosas que uno debe hacer y tenemos que aceptar que la vida es así, muchacho.

–Sí. Ya veo. –Dijo el niño con voz apagada. Después de eso se quedarían un largo rato en silencio. Sebastián pudo ver de reojo y casi sin querer como dos brillos se deslizaban por las mejillas de Marcelo. Sintió un nudo en el estómago, pero no dijo nada, no pudo mover un dedo. Se quedó inmóvil junto al niño.

Vio la tristeza en él, la reconoció porque él estaba inundado de ella. Vio la impotencia en la mirada del niño. Esos ojos grandes tan llenos de ternura estaban velados por una espesa capa de lágrimas esa tarde.

Le puso una mano en el hombro –Estarás bien, las tierras lejanas no son malas. Tu papá se fue en un avión hacia la aventura. Seguro verá cosas nuevas, escuchará otros sonidos y te los podrá contar todos. Hasta podría escribirse un libro sobre eso, estoy seguro. –La voz de Sebastián sonaba segura, casi podría decirse que emocionada.

Por el rostro de Marcelo pasó un destello de emoción, le encantaba la idea de la aventura, de descubrir cosas nuevas y que su papá fuera el protagonista lo hacía más emocionante. Se pasó las manos por las mejillas húmedas y se volteó hacia Sebastián

–¡Yo también quiero tener aventuras! Quiero conocer sobre otros lugares.

–¿Has oído hablar de Marco Polo?

–No. ¿Quién es?

–Difícil de explicar a esta hora de la tarde. Te lo presentaré después. Vive en mi casa, en un rincón entre piratas y detectives.

El rostro de Marcelo se iluminó. El corazón de Sebastián dio un salto, finalmente lograría presentarle sus queridos libros, finalmente abriría la puerta de la muralla infranqueable. Y lo haría de par en par.




Estaba oscureciendo, Sebastián se levantó y le extendió la mano a Marcelo.

–Te acompaño a tu casa. Es tarde.

El niño no dijo nada, tomó la mano de Sebastián y caminaron juntos hasta el edificio en silencio. Se puede decir más con un par de manos entrelazadas que con todas las palabras del mundo.

2 comentarios:

Anónimo 31 de diciembre de 2008, 10:02  

Bieeeennn! Ya hacia tiempos que no veia nada nuevo por aqui. Tan bonito como siempre...:D

Ahkroma

Anónimo 31 de diciembre de 2008, 10:54  

Vas mejorando, sí.