Y tú ¿alguna vez piensas en mi?

>> lunes, 7 de diciembre de 2009

Encontré este cuento por ahí archivado, lo escribí hace meses, no sé por qué no lo subí entonces, quizás no era el momento adecuado. Hoy lo encontré y me hizo sonreír, espero que a ustedes también.

Besos,
K


Fue la primera línea que Sebastián alcanzó a leer del pequeño papel que se deslizó de una novela que no leía hace años. No sentía que fuera el momento de releerla, sólo leer el título lo llenaba de melancolía, de recuerdos, de tristeza. Sin embargo esa tarde cayó en sus manos tratando de alcanzar un viejo cuaderno de notas.

Se agachó a recoger el libro y en esa caligrafía tan dulce encontró las palabras que lo transportarían en el tiempo. Ya no tenía miedo de recordar, pero conocía bien la sensación, una ligera opresión en el pecho, un nudo en la garganta. Esta vez lo controló y tranquilamente recogió el libro, lo colocó en el librero y se quedó con el pedazo de papel en la mano, lo metió en el bolsillo de la camisa y siguió buscando el cuaderno.

Pasaban los días y con Marcelo de viaje visitando a su papá Sebastián tenía tiempo de sobra para pensar y recordar. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, habían pasado más de 40 años y se dio cuenta que nunca la había podido olvidar. Sus pensamientos eran acompañados por el sonido de las gotas de suave lluvia golpeando la ventana, era casi melódico, y esto lo transportó a la última vez que se vieron.

Era una de esas tantas noches en las que caminaban a casa juntos, el cabello le chorreaba, ese cabello rizado y castaño que siempre le pareció tan lindo y del que nunca dijo una palabra. Caminaban bajo la lluvia, uno junto al otro sin decir una palabra, no las necesitaban. Él nunca creyó que la perdería, pero esta vez para ella era diferente, sabía que sería la última vez que lo vería en mucho tiempo. Ninguno de los dos creyeron que pasarían más de 40 años.

Volvían de una reunión, el cielo se caía a pedazos pero no les importó y siguieron caminando, de vez en cuando intercambiaban alguna mirada y una sonrisa pero nada más. Sebastián sabía que las cosas cambiarían, pero también estaba seguro que algunas cosas siempre permanecerían de alguna u otra forma, estaba convencido de ello, estaba cegado por esto y perdió de vista las señales más claras, dejó pasar el tiempo y se daría cuenta demasiado tarde. Finalmente llegaron al mismo lugar en donde se despedían siempre, se detuvieron como un reflejo automático, ahí cada uno tomaba caminos opuestos. Esta vez sería en un sentido literal.

Ella se dio la vuelta y se quitó el cabello mojado de la cara, lo miró a los ojos y sonrío.
–Llegamos.
–Sí.
La lluvia se calmó mientras ellos platicaban de cosas poco importantes, era difícil para ella sostener la mirada, no quería que la noche terminara jamás pero sabía que tenía que dejarlo ir. Se quedaron callados de nuevo y Sebastián tenía que irse, ella sintió un nudo en el estómago y de repente recordó que tenía algo para él. De su mochila sacó lo único que quedaba seco, su libro favorito, el que había leído una y mil veces. Él lo reconoció de inmediato y pensó que iba a leerle algún pasaje como lo hacía de vez en cuando, pero esta vez le puso el libro en las manos y lo dejó ahí, no hizo ningún intento por arrebatárselo para buscar algo que según ella él tenía que escuchar, no hizo referencia a ningún personaje, no dijo nada.
Él conocía bien el libro, sabía que estaba lleno de notas, de garabatos, ese libro la había acompañado durante años difíciles ¿y ahora se lo regalaba?
–Yo ya no lo necesito, quizás tu tampoco, pero es para ti.
–G...gracias, creo.
–De nada –Y le sonrió. –Guárdalo que se va a mojar.
Después de eso se despidieron como siempre, lo besó en la mejilla y le tomó la mano. Unos segundos después se separaron y cada uno tomó el camino a casa. No se volvieron a ver.

Cuando Sebastián llegó a casa recordó el libro y lo sacó de la mochila, lo abrió, lo hojeó y reconoció casi cada página con las apretadas notas en la misma caligrafía redonda y suavemente ligada. Sonrió al leer algunos de los apuntes que reflejaban a esa mujer que siempre vio como una niña, inocente, un poco ingenua. Un par de días después encontró a la mitad del libro, al inicio del capítulo favorito de Sara, un trocito de papel que decía: Y tú ¿alguna vez piensas en mi? Entonces lo entendió, recordó las interminables pláticas, recordó cómo se sentía al estar con ella, se dio cuenta de lo mucho que la quería y nunca se lo dijo. Él estaba seguro que ella lo sabía y nunca pensó en tener que decírselo, y quiso ir a abrazarla, a decirle lo mucho que le importaba.

Corrió a su casa, tocó la puerta y se encontró con que Sara había volado ese mismo día a esa ciudad de la que tanto hablaba, a la que siempre quiso ir y nunca había tenido el suficiente valor para hacerlo. Se fue sin decirle una palabra y eso le dolió, se sintió abandonado, pero en el fondo sabía por qué lo había hecho así. Su orgullo no le permitió ir a buscarla, aunque lo deseaba, siguió su vida tratando de no pensar mucho en ella, pero muchas veces a través de los años regresó a ese libro que tanto le gustaba a ella, a esas notas que siempre lo hacían sonreír y guardó el recuerdo, lo mantuvo muy cerca de su corazón. Pasaron los años y se cubrió de polvo, se olvidó de ella, hasta ese día que, buscando un cuaderno de notas, se encontró con esas líneas que le dejaron un sabor de melancolía pero también de dulzura.

Afuera seguía lloviendo, y aún así Sebastián decidió salir a tomar un café. Se sentó y ordenó lo mismo de siempre, en la mesa de al lado estaba una mujer, de cabellos rizados y apenas castaños, –el plateado de las canas predominaba–, mirada dulce y movimientos gráciles. Escribía con una pluma fuente que reconoció, y sobre la mesa el mismo libro, ese libro que hacía años le puso en las manos, gastado, y seguramente repleto de la misma caligrafía. Se acercó y se miraron a los ojos, se reconocieron de inmediato, se sentó y se tomaron la mano. No dijeron nada por algunos minutos, sonrieron y comenzaron a hablar como antes, como si hubieran pasado 40 minutos sin verse, no 40 años.

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