El encuentro

>> lunes, 26 de mayo de 2008

Esta es la primera parte de una serie de cuentecillos que estoy escribiendo. A partir de ciertos cambios en mi vida comencé a reflexionar sobre ciertas cosas que ahora intento vaciar en estos dos personajes que se manifestaron solos a partir de una frase que encontré en un blog en la red que invitaba a escribir... Ahora les dejo a estos dos personajes, muy pronto otras entregas y quizás también ilustraciones =).


Donde el día se junta con la noche quedamos en vernos pero tú te fuiste al ocaso y yo al amanecer y así no nos encontramos, estando cada cual en un extremo, distantes pero a la vez en un mismo lugar: donde el día y la noche se juntan. Para mí llegó el día y para ti la noche, sin haber tenido esa oportunidad de encontrarnos para consumar el acto de la mirada compartida con la que, sin saberlo, nos acercaríamos a otro mundo.

Ambos tan diferentes, ambos en busca de lo mismo: de aquel lugar mítico y mágico del que todos hablaban pero nadie se atrevía a buscar.

Sebastián que sostenía un libro en la mano izquierda y la taza de café muy caliente en la derecha, recostado sobre el diván soñaba despierto durante horas, el tiempo no transcurría mientras él se llenaba de emociones, de sensaciones, de todo lo que sus fieles e inseparables amigos incondicionalmente le regalaban. El mundo de afuera le parecía cada vez más desesperanzador –Si todo fuera como antes… –se decía todas las mañanas, cada vez en un tono más triste.

–Buenos días, Don Sebastián –decía doña Luisa todas las mañanas cuando veía a Sebastián salir por la oxidada reja del edificio de departamentos –Hhm… Sí, buenos días –contestaba él de muy malos modos. La mujer nunca le perdía la paciencia, parecía algo así como un ser rodeado por una capa de felicidad aún en las más oscuras tragedias.

Sebastián tomaba todos los días la misma ruta, tres cuadras hacia abajo, vuelta a la derecha en el parque, dos cuadras más y ahí estaba el mismo voceador de siempre, con el mismo delantal azul cada día más desgastado, con sus pantalones de mezclilla y sus huaraches cafés, siempre con esa sonrisa perenne y un poco tétrica en el rostro. Siempre compraba el mismo periódico y se sentaba en la misma banca del parque custodiada por las famélicas palomas esperando su arribo para que les obsequiara unas cuantas migajas del pan duro que les había guardado de la cena del día anterior. Sacaba la sección deportiva y la dejaba a un lado suyo, las siguientes dos horas leía detenidamente el periódico con el rostro severo y suspirando de desilusión.

Marcelo jugaba del otro lado del parque, acababa de abandonar a su grupo de amigos por considerarlos aburridos, jugaban futbol todo el día y por más que Marcelo les explicaba no entendían lo fascinante que podía ser observar la cadena de hormigas que poco a poco se llevaban las hojitas de los árboles hasta un agujero, el vuelo de las mariposas o el saltar de los grillos.

Marcelo vivía en una casa pequeñita, sus papás estaban casi siempre ausentes y por eso lo dejaban al cuidado de alguna vecina o lo dejaban salir a jugar con los niños de la colonia. Él no disfrutaba de ninguna de las dos opciones. Cuando llovía se quedaba viendo por la ventana fascinado por aquel fenómeno, después de llover veía las pequeñas gotitas que se quedaban pegadas a la ventana y observaba sus recorridos cuando caían mientras iban atrapando otras gotitas y haciéndose cada vez más y más rápidas y gordas. Sus papás creían que era un poco extraño, pero trabajaban tanto para poder sobrevivir que no tenían tiempo para preocuparse mucho por las rarezas del niño.

Sebastián regresaba al edificio por el mismo camino, nunca saludaba a nadie, lo único que hacía era dejarle la sección deportiva del periódico al primer mendigo que se encontrara –es la única forma de darle una noble utilidad a este montón de letras –decía. Subía pausadamente las escaleras del edificio hasta encontrarse con la puerta de su departamento, una descolorida puerta de madera con un muy adornado número siete centrado en la parte superior. Sacó la llave y regresó a su guarida. Sus hijos siempre le decían que saliera más, que se acercara a las personas que vivían cerca; el nunca accedió, pero les concedió que saldría un par de horas todos los días, Sebastián siempre cumplía lo que prometía.

Entró a una habitación desordenada, con un olorcillo a rancio y a encerrado. Había pocas cosas en realidad, una mesita, una lámpara, un librero enorme y un par de sillones que sólo se usaban cuando los chicos (bastante crecidos ya) iban a hacerle alguna visitilla rápida para llevarle a los nietos. Sebastián odiaba esas visitas, sólo llenaban todo de manitas chocolatosas, tumbaban sus libros, se bebían todo el jugo de naranja y hacían demasiado ruido. El espacio sagrado, que siempre permanecía cerrado para todos era el estudio, algo más bien como una biblioteca. No había un pedazo de pared que no estuviera cubierto por libreros, al centro el diván, una lámpara de pie y una mesita; el piso cubierto de libros apilados y papeles por todos lados. Aquí pasaba de todo, se podían escuchar las voces de los piratas de Salgari ansiosos de recrear sus batallas, la voz de Alicia persiguiendo al conejo, y hasta unas patitas delgadas que salían de un libro de Kafka. Del otro lado de la habitación la voz de Platón peleando con Descartes y con Kant; Sebastián escuchaba esto como el rey que camina triunfal entre su pueblo, se dejaba guiar por ellos y, taza en mano, tomaba el que lo llamaba con más fuerza y lo llevaba hasta el diván en donde lo acompañaba durante cien o quinientas páginas.

Una tarde, después de dejar a Marco Polo sobre su desgastado librero decidió ir a explorar el mundo, una sensación extraña que nunca lo había invadido lo motivó a tomar su chamarra y salir a caminar. Le pareció muy extraño, no es algo que él haría normalmente, pero igualmente se preparó y salió, un poco de aire no podía hacerle daño, sería en honor al espíritu aventurero de Marco Polo. Tomó la misma ruta, siempre hacia el parque, quizás de manera automática.

Marcelo salió ese día a buscar un ave que hacía días que cantaba cerca de su ventana, no sabía cómo era que el sonido se sentía tan intenso si no había nada cercano a su ventana, sus papás no estaban, tomó sus llaves y su gorra y salió a la calle. Caminaba lentamente buscando en cada rama, en cada árbol, notó que cada vez había menos árboles, él recordaba haber visto una seiba muy grande a dos cuadras de su casa y ahora, en su lugar, estaba un pequeño arbusto. Sintió que se le oprimía el pecho –¿dónde estarán los pajaritos que vivían en ese árbol? –se preguntó. Siguió caminando en busca de su ave cantora, la escuchaba cantar y también sentía que se movía. Era como jugar a las escondidas.

Sebastián caminaba por el parque, respiró profundo y el aroma de los pinos le inundó el pecho, la hojarasca crujía bajo sus pies, las ardillas se asomaban por entre las ramas y escuchaba el canto especial de un ave, sobresalía por encima de los demás. Lo hizo sonreír, y siguió caminando sin notar a la gente que lo rodeaba, era como si propia aventura, su propio viaje.

De repente tropezó –¡aay!... ehmm.. disculpe –dijo una voz de niño. –Pero por los mil demonios, escuincle, ¡qué no te fijas por dónde vas! –dijo Sebastián furioso. El niño subió la mirada asustado para encontrarse con los profundos ojos del hombre enmarcados por un ceño fruncido y un cabello plateado como las estrellas. Ambos sintieron algo, una chispa, ese instante pareció una eternidad y se rompió con el canto dulce del ave que Marcelo había estado buscando, era un cenzontle que los miraba desde la rama forrada de florecillas rojas de un tabachín. –¡Con que ahí estabas!

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